No fue, ni de cerca, la mejor semana santa de mi vida, pero sí fue la que más necesitaba. La semana santa de la vuelta a la normalidad, como la llamaron algunos. Y tenían razón, porque después de dos años, por fin volvimos a recuperar la semana santa tal y como la hemos conocido siempre.
Volvimos a recuperar la ilusión y de nuevo nos volvimos a enfundar nuestras mejores galas para recibir con las manos abiertas un nuevo Domingo de Ramos. Ya pudimos ver algunos pasos e imágenes por las calles en salidas extraordinarias, viacrucis y traslados, pero nada de esto puede rellenar ese hueco del alma que solo sacia la semana santa. Nada.
Volvió la semana santa y volvieron esos momentos para el recuerdo que dan sentido a tantos meses de espera. Porque cada semana santa nos da la oportunidad de escribir una nueva página en ese diario de vivencias que todos llevamos dentro. En mi caso, los cinco momentos que siempre recordaré y que ya tengo escritos con letras de oro en mi recuerdo, han sido:
El Domingo de Ramos siempre será de La Paz
Todo se para cuando se abren las puertas de San Sebastián. Todo. Ese es el momento, la imagen con la que soñamos durante todo el año. Porque el sueño comienza justamente ahí. Mucho más, después de dos años sin poder sentirlo. Este año, como de costumbre, había que volver a ver a La Paz en su barrio inaugurando una nueva semana santa. Y ahí fue donde me volvió a llenar el corazón con una simple revirá.
Buscando la calle Brasil, el Señor de la Victoria me recordó un año más lo que era la semana santa mientras sonada ‘Virgen de la Paz’. Unos minutos después, Nuestra Señora de la Paz me dibujó la sonrisa más dulce del año y me volvió a deslumbrar con el resplandor de su plata. Sonó ‘Rocío’, la Virgen se marchó por la calle Brasil y todo volvió a tener sentido. Volví a recordar lo que era la Semana Santa y ahora sí que ya no tenía ninguna duda, habíamos vuelto.
Un Lunes Santo para el recuerdo, y para la historia
El Lunes Santo de 2022 ya es, para bien o para mal, historia de la semana santa. Un día de dudas, de nervios, de incertidumbre, de certezas y de corazonadas. El día del sí pero no y de no, pero al final sí. El día de los aciertos y los errores. Uno de esos días en lo que solo se puede decir aquello de ‘que sea o que Dios quiera’. Y así fue.
En lo personal, volví a enfundarme una túnica después de dos años. Con la misma ilusión de la primera vez, pero consciente de que no era un simple año más. Me vestí con la certeza de que el día no era el más apropiado, pero sí el más deseado. Me mojé, me mojé mucho, pero qué más da. Sobreviví. Como dijo un hermano mayor: “No es ácido, solo agua”.
Lo único que importante para mí fue que pude acompañar de nuevo a Nuestro Padre Jesús en su Soberano Poder y a su bendita madre, Nuestra Señora de la Salud. Volví a recuperar mi ansiado Lunes Santo y además viví momentos para el recuerdo, como ese encuentro con la Hermandad de Santa Genoveva en la Catedral. Pero lo más importante fue que pude volver a experimentar eso que tanto echaba de menos. La sensación del deber cumplido al llegar de vuelta a la parroquia.
Los Panaderos y el Salvador
Ver al misterio de la Hermandad de los Panaderos por el Salvador se ha convertido ya en una tradición casi inevitable de la Semana Santa de Sevilla. Yo confieso que soy de esas personas que intenta evitar la tentación de ver lo mismo en el mismo sitio cada año, pero es que hay momentos que no se pueden perdonar. Los Panaderos por el Salvador es uno de ellos.
Es un momento que lo mezcla todo. El portentoso misterio presidido por el Señor del Soberano Poder en su Prendimiento, su forma de andar, la Plaza del Salvador, la expectación de la gente y la música de Las Cigarreras. Este año, además, con la tetralogía de Cristóbal López Gándara que la lluvia nos impidió disfrutar en 2019. Se hizo el silencio, se movió el paso, sonó la música y el Salvador se derrumbó un año más.
La magia de Los Servitas de vuelta
Era Sábado Santo. Yo iba camino del centro buscándola a ella y, al final, fue ella la que me encontró a mí. Y además sin avisar. Venía ya la cruz de guía de Los Servitas de vuelta por la calle Doña María Coronel. Me tuve que parar, lógicamente, porque sabía que estaba a punto de degustar un momento exquisito. De esos que te brinda la Semana Santa de Sevilla sin que lo esperes.
Pasó la Virgen de los Siete Dolores sujetando a su hijo, el Señor de la Providencia, y entonces llegó ella. No sé muy bien que tiene la Virgen de la Soledad, pero me tiene. Ante ella solo puedo pararme, mirarla y disfrutar, porque es uno de los rostros más bellos y hermosos de la Semana Santa de Sevilla. Y la miré. Y ella me regaló un escenario de ensueño. Calle Doña María Coronel, noche, naranjos, un palio de cajón y ‘Virgen del Valle’ y ‘Valle de Sevilla’ sonando de fondo. ¿Y ahora qué?
El crucificado de Sevilla
Tenía muchas ganas de verlo. Muchas. Estaba deseando ver a ese Cristo que tanto me sobrecoge cuando voy a verle en su altar. Ese cuya entereza y fortaleza me deja siempre sin palabras, porque cuando le tengo delante solo le puedo mirar. El Cachorro es el crucificado de Sevilla porque tiene una fuerza que no se puede igualar. El Viernes Santo lo volví a comprobar.
Ya venía de vuelta por Pastor y Landero cuando le vi. Ahí estaba él. Expirando una vez más por Sevilla y dando una nueva lección de lo que significa la palabra entereza. Por algo es el Cachorro. Eran ya muchos años sin poder verle en la calle y contemplarlo durante unos minutos me sació por completo. Era justo lo que necesitaba, lo que fui a buscar y justo lo que encontré. Otra vez le pude volver a ver en su paso y otra vez me volvió a dejar sin palabras.
Momento extra: La entrada de La Mortaja
Llevaba ya muchos años, muchos, con el deseo de poder ver la entrada de La Mortaja. Todos coindicen en que hablamos de uno de los momentos de la Semana Santa de Sevilla. De ahí mi curiosidad. Hasta que este año, por fin, pude vivirlo en directo.
Calle Bustos Tavera, estrechez, oscuridad y un silencio sepulcral que se rompió con el sonido de una campaña. Sí, la del muñidor. El tintineo de las campanas antecedía al cortejo de nazarenos que poco a poco iban llenando la calle de luz. Silencio, la luz de los cirios, el sonido de la campana y, a lo lejos, el ruido de los crujidos del paso. Un viaje en el tiempo a la Semana Santa de otro siglo.
Los nazarenos iban entrando poco a poco hasta que llegó el paso, especialmente imponente cuando se contempla en plena oscuridad solamente iluminado por la luz de los candelabros guardabrisas. Después de una maniobra algo compleja guiada siempre por la voz del capataz, se dio por finalizada una entrada extraordinaria. Ahora entiendo por qué es tan especial.
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